La hidroeléctrica de Barro Blanco nos cambió la vida, aseguran líderes indígenas

 

Es las 7:00 a.m. cuando llegamos al embalse sobre el río Tabasará, unos metros más abajo se encuentra las compuertas del proyecto hidroeléctrico de Barro Blanco y motivo de conflicto durante años por parte de grupos indígenas que se oponían a su construcción. Sin embargo, pese a las protestas y demandas, se logró un acuerdo entre el gobierno, autoridades indígenas y la empresa. Siendo catalogado este proceso como un acto de traición por los grupos en resistencia, quienes hasta el día de hoy siguen expresando que esta hidroeléctrica fue impuesta y es una violación a sus derechos.

En la entrada del muelle del embalse encontramos pequeñas lanchas que brindan su servicio de transporte a las comunidades cercanas al río. A esta hora de la mañana, el lago se muestra majestuoso con la neblina esparciéndose como nubes entre los cerros y el agua que se extiende como un enorme espejo levanta una frialdad agradable desde sus profundidades. Desde esta perspectiva, el sitio parece ideal para atraer el turismo; sin embargo, más allá hay otra historia que nos espera para ser contada.

La hidroeléctrica empezó a operar en el 2017. Anterior a ello, el curso del río era distinto y los grupos que rechazan el proyecto tenían la esperanza de que no se ejecutara, pese a los beneficios que se aseguraba traerían a Panamá y a las comunidades adyacentes al mismo. Quisimos saber, después de estos años, cómo viven las cuatro comunidades que se han resistido a aceptar el proyecto, cuál es su opinión al respecto y si ha cambiado su manera de pensar. Para ello, fuimos hasta Kiad, lugar donde vive el líder del movimiento 10 de abril, Goiget Miranda y la lideresa indígena, Weni Bagamá, defensora de los derechos ambientales indígenas.

Alrededor de 30 minutos en lancha se toma para llegar hasta Kiad, luego de varias paradas donde se suben y bajan pasajeros. A medida que se avanza el río se hace más angosto y se logra ver los troncos de varios árboles que se resisten a desaparecer. Después que la lancha quedó vacía y el sol empezó a encenderse, divisamos unos niños corriendo y una mujer indígena asomarse por un camino de tierra a unos pasos del río. Fue entonces cuando llegamos a Kiad.

En una cocina improvisada bajo unos árboles, se encontraba Weni. Una brisa suave que desaparecía y volvía, hacía de ese rinconcito un lugar agradable, fuera de ello, el sol imponente hacía insoportable la cercanía a la orilla del río. Aun así, los nietos de Weni y otros niños para despejar el calor y a la vez jugar se bañan en el río, pero al salir el sedimento le ensucia sus ropas y los deja atascado en la orilla. “Ya no hay rocas. Todo es así”, dice Weni. El sedimento se extiende por ambos lados del río y se puede caminar sobre él cuando el sol lo endurece.

“Desde 2007 cuando nos enteramos que había un proyecto para represar este río, empecé a luchar. No es que estaba en desacuerdo con un desarrollo como ha dicho el gobierno, nos oponíamos al desastre que íbamos a vivir, porque por mi trayectoria vi otros casos de cómo se vivía con una represa. Tener un río natural para bañarse, para pescar, para lavar, no hay dinero que pague eso, por eso nos opusimos rotundamente”, afirma Bagamá.

Contempla el río, mientras hace un gesto de impotencia y se queja del calor. Prosigue diciendo: “Ahora el fogaje pega directo a las casas de nuestras comunidades, cuánto puede valer esto, cuánto dinero compra la tranquilidad, cuánto dinero paga el impacto ambiental que también impacta nuestra forma de vivir, nuestros derechos humanos, impacta todo. Aunque esto esté inundado no estamos de acuerdo y seguimos esperando”, menciona.

La fisonomía de Kiad sigue igual, a diferencia del río que le ha dado un giro a la comunidad. Las mujeres acostumbraban a lavar en una laja enorme bañada por un charco de aguas transparentes, cuenta Weni. Ahora, pasa un grupo de mujeres con un saco y tanques llenos de ropa a toda prisa, la razón es porque se ha asomado una roca que les sirve para lavar, la vuelven a perder cuando el caudal sube. También han tenido que cavar hasta encontrar el ojo de agua que les proporcionaba agua, ya que el sedimento lo ocultó; sin embargo, cuando se eleva más de lo esperado, deben cruzar hasta el otro lado del río en una quebrada dentro de la propiedad de una finca privada.

 

“A veces el agua del río produce alergia a algunas personas, esos son impactos ambientales negativos. De las especies que había en el río solo hay sábalo y tilapia que tiraron, lo natural ya no. Las iguanas también venían a reproducirse, nosotros la protegíamos, si acaso agarrábamos una. Ahora no tienen donde poner, cuando el embalse sube todos los huevos quedan bajo el embalse. Los bosques de galería, árboles frutales y maderables que daban frescura en la orilla del río y los petroglifos que son parte de nuestra historia, todo eso ha quedado sepultado”, relata.

La mañana avanza y en esta comunidad al igual que las otras cuatro comunidades que se opusieron al proyecto (Nuevo Palomar, Cerro Plata, Quebrada Caña), como se nos explica, se replica el mismo sentir, para ellos nada ha cambiado, a diferencia de otras comunidades que han aceptado el proyecto, aunque hay quienes se quejan que no les ha traído beneficios.

Algunos se aferran a la posibilidad de atraer el turismo y que la situación económica mejore. Por ahora presta su función en el lago, principal atracción, una cooperativa y junto a ellos hay otras lanchas independientes.
Goiget Miranda, quien nos actualiza sobre una demanda que aún mantienen contra el Estado, es otro de los líderes indígenas que a pesar del tiempo mantiene su postura de rechazo y asegura extraña su vida antes del proyecto. “Qué puedo decirles a ustedes. Se nos ha violado el derecho de ser libres y decidir lo que queremos porque para nosotros la represa fue impuesta, para darnos mala vida por 100 años. Aquí vivimos de lo que trabajamos. Para nosotros es lamentable porque hemos perdido todo. Las afectaciones no se pagan con 10 centavos, el precio es incalculable”, dice Miranda, presidente del M-10.

Luego de unos segundos de silencio, recalca “Quebrada plata, Quebrada Caña, Kiad y Palomar, son comunidades que no le recibieron nada al gobierno. Hemos resistido hasta el momento; aprovecho para llamarle la atención a este y futuros gobiernos, les sugiero que las leyes ambientales con relación al recurso del agua deben revisarse para que esto que hoy vivimos aquí no se repita, para que no haga pasar mal a otra cantidad de gente”, enfatiza.

Es las 12:00 p.m., Weni pone una olla en el fogón, mientras conversa sobre la situación del agua, le preocupa que tendrán visitantes y no quiere que el cauce suba y les llene de sedimento la toma de agua. Antes, camina por la orilla del río y explica los cambios. A lo lejos una pequeña lancha se mueve lento, mientras la persona la conduce con remos; Weni, aprovecha para reiterar que ahora han debido acostumbrarse a esa nueva forma de traslado. Suspira, y vuelve a decir que extraña el río de antes, el charco donde muchas veces se bañó junto a la sombra de los árboles. Cuenta con nostalgia que le gustaría tener una foto de ese tiempo para mostrársela a sus nietos.

A las 2:00 p.m., el sonido de un motor se acerca, es el transporte de la tarde que va en busca de pasajeros. Uno de los conductores dijo que a veces prestan el servicio hasta la noche, todo depende si llaman para agendar el servicio. El pasaje hasta Kiad es 2 dólares, por lo que desde aquí la gente solo sale a hacer mandados indispensables. A un lado de la orilla permanece una lancha que les fue donada a la comunidad para emergencias, pero ellos solo la utilizan cuando logran comprar la gasolina.

En el camino de regreso las aguas son más turbulentas y el lago inspira más respeto. Antes de partir, Weni y Goiget, reiteran que su visión del proyecto nunca cambiará y que no aceptaron ninguna reubicación, porque no dejarán su lugar de origen. “La resistencia no ha terminado”, sostienen con determinación.